El ser que cambia de forma por excelencia, para quien toda la materia es maleable, es el Artero, el creador del mundo y héroe civilizador de las primeras historias en muchas culturas. La multitud de mitos sobre los Arteros les muestran como seres inteligentes pero crédulos, amorales y traviesos, a veces incluso malignos. Aunque representado por un animal familiar -por ejemplo, el cuervo o el coyote en las historias de los nativos de Norteamérica- personifica un aspecto primitivo de la naturaleza humana, un estadio temprano del conocimiento, en el que la distinción que se hacía entre las personas y el mundo que las rodeaba era mínima.
Ese mundo, tal como se refiere en muchos mitos, era la creación de un demiurgo. Uno de tales demiurgos es el Cuervo, héroe de un ciclo de historias narradas por las tribus tlingit del noroeste de América. El Cuervo fue quien suministró realmente a la humanidad la tierra en la que vivir, y en la narración que se recoge más abajo se cuenta cómo añadió posteriormente la luna, el sol y el cielo; pero, como buen Artero, nunca se propuso ser útil, sólo quería aliviar su propio aburrimiento.
De hecho, el egoísmo es un rasgo fundamental de los Arteros. Incapaces de dejar sin satisfacer sus propios deseos, carecen casi por completo de autocontrol, y no miran las consecuencias de sus actos, que, de hecho, pueden llegar a ser terribles. En muchas historias se acusa al demiurgo de la propia mortalidad del género humano; una de ellas es la que se contaba entre los indios nez percé de Idaho y Montana. Este personaje puede también atraer el desastre sobre sí mismo, especialmente si es imprudente a la hora de hacerse enemigos. Los Arteros japoneses pueden ser particularmente maliciosos, y algunas de sus travesuras provocan una tremenda venganza.
El robo cósmico de un nieto codicioso
En las leyendas tribales de los tlingit del noroeste de América, el gran Artero es Cuervo, capaz de crear y de transformarse. Nació mágicamente después de que su madre, una princesa de la Tierra de los Seres Sobrenaturales tragara un guijarro. Sin embargo, acabó encolerizando a su tío, un jefe poderoso. Con el fin de escapar de la inundación que su tío le envió para matarle, Cuervo creó la tierra -así lo narra la historia- a partir de un puñado de arena. En su creación, sin embargo, Cuervo olvidó hacer la luz. Muy pronto, aburrido de este mundo de oscuridad, decidió robarle el sol al Jefe Cielo, que lo guardaba en una caja colgada del techo de su bien custodiada casa.
Cuervo voló al Mundo Celestial, pero no pudo entrar en la casa. No obstante, el Jefe Cielo tenía una hija, así que Cuervo se convirtió en aguja de cicuta y se introdujo en el agua que iba a beber. La joven le tragó y se quedó embarazada, y pronto Cuervo renació convertido en el nieto del gran jefe.
Este no podía negarle nada a su nieto. Cuando el niño berreó porque quería las preciadas cajas que colgaban del techo, el anciano le dio una como juguete. A solas con la caja, la abrió, pero no encontró ningún sol: solamente estrellas. Decepcionado, jugó durante algún tiempo con las brillantes chucherías, y luego las arrojó por el agujero de la chimenea. Las estrellas se dispersaron por el espacio celeste en la posición que ocupan actualmente. A pesar de todo, la luz de las estrellas era demasiado débil para Cuervo, y pidió otra de las cajas que su abuelo atesoraba. De nuevo, el anciano se la dio y el chico volvió a abrirla. Esta vez encontró la luna, y la lanzó también al espacio, por el agujero del humo, al lugar que ocupa en el cielo.
Seguro de que la última caja contenía el sol. Cuervo renovó sus gritos lastimeros, y el jefe Cielo bajó la caja. Instantáneamente Cuervo recuperó su forma de pájaro, salió volando con la caja por el hueco de la chimenea, fue hasta la lejana tierra y se posó en ella. Allí tomó la forma de un hombre, y con la caja en la mano caminó hacia el norte, hasta que llegó a un río infranqueable. Vio a la gente en la distante orilla, pero cuando les pidió que le ayudaran a cruzar, se negaron. Aunque les dijo que traía la brillante luz del día, siguieron negándose. Exasperado, Cuervo abrió la caja y liberó la brillante y cegadora luz.
Deslumbrada y asustada por esta, la gente huyó. Los que llevaban pieles y cueros se precipitaron entre los árboles y se convirtieron en la Gente del Bosque, los animales que todavía viven allí. Los que vestían las pieles de los animales del mar se sumergieron en el agua y se convirtieron en la Gente del Mar: leones marinos, focas, peces y ballenas. Los que iban vestidos con pieles como las de los pájaros alzaron el vuelo, convirtiéndose en la alada Gente del Cielo.
Según la tradición tlingit, esta historia muestra y prueba cómo bestias, pájaros y peces no son más que humanos disfrazados. Todas estas criaturas recuperan su verdadera forma humana cuando están solas, o cuando la ocasión lo requiere.
El día en que Coyote desbarató la inmortalidad de los humanos
Antes de que la raza humana apareciera sobre la tierra, reza una leyenda nez percé, Coyote vivía feliz con su esposa. Pero la mujer murió antes que él, y se quedó muy solo. El espíritu de la muerte, pálido y confuso, se presentó ante Coyote y le ofreció llevarle con su esposa. "Pero -le advirtió el espíritu- debes hacer exactamente todo lo que yo te diga". Coyote aceptó, y partieron.
Según avanzaban, Coyote hizo todo lo que el espectro hacía, repitiendo sus palabras e imitando sus movimientos. Finalmente, el espíritu le dijo a Coyote que habían llegado a una gran tienda y que su esposa estaba dentro. El espectro levantó la manta que cubría la entrada, penetró y Coyote hizo lo mismo, aunque sólo vio el campo abierto.
A continuación, el espíritu le explicó: "Verás que las cosas aquí son diferentes; cuando la oscuridad cae en la tierra de los vivos aquí amanece, y cuando se hace de noche aquí, los vivos tenéis vuestro amanecer". Según descendía la noche, Coyote oyó susurros alrededor y vio que estaba en una gran tienda, con muchos fuegos encendidos. Vio la puerta por la que había entrado. Entre las sombrías formas que le rodeaban, reconoció a muchos amigos y a su propia y querida mujer.
Toda la noche la pasó Coyote saludando a viejos compañeros. Hacia el amanecer, el espectro previno a Coyote de que el mundo de sombras se desvanecería cuando llegara el día. "Pero quédate aquí a lo largo de vuestro día, y por la tarde verás de nuevo a esta gente". Coyote esperó todo el día en la pradera, sediento y con calor, hasta que a la puesta del sol se encontró de nuevo en la gran tienda y disfrutó toda la noche.
Pasaron algunos días y algunas noches de esta forma, hasta que el espíritu le dijo a Coyote: "Mañana irás hacia tu casa, llevándote a tu mujer. Debes tener mucho cuidado. Viajarás durante cinco días y cruzarás cinco montañas. Puedes hablarle durante el viaje, pero no la toques hasta que no hayas cruzado la última montaña".
Partió por la mañana, sintiendo vagamente la presencia de su mujer como una sombra tras de él. Caminaron durante cuatro días, cruzando una montaña cada día y acampando en su base al atardecer, y a medida que pasaban los días Coyote veía a su mujer con más nitidez. En la cuarta noche, cuando le faltaba sólo una montaña por cruzar, Coyote se sintió repentinamente desbordado por la alegría de ver a su amada y tendió los brazos hacia ella. Atenta a la llamada de atención del espíritu, gritó: "¡No me abraces!". Pero Coyote se abalanzó sobre ella, y al tocarla desapareció.
Inmediatamente apareció el espíritu de la muerte reprendiendo a Coyote: "Lo has estropeado todo", dijo. "Si hubieras completado esta tarea, habrías sentado la forma de regresar de la muerte. La raza humana vendrá pronto, y a causa de tu fracaso, conocerá la muerte". Y aunque Coyote deshizo el camino que había seguido con el espíritu, haciendo todo lo que ambos habían hecho, y encontró el lugar de la pradera donde había estado la gran tienda, nunca volvió a verla de nuevo, ni tampoco al espíritu, a su esposa, ni a nadie de la gente que habitaba en las sombras.
Un juego mortal entre una liebre y un Artero
Los Arteros son inteligentes, pero pueden ser burlados; tienen poderes especiales, pero no son todopoderosos. Aunque estos engañadores disfrutan enloqueciendo a la gente y a los animales, pueden caer víctima de las travesuras de otros, e incluso de su propia insensatez. Como muestra esta historia japonesa…
Una pareja de ancianos campesinos tenían una pequeña liebre como animal de compañía, a la que querían mucho. Un día, un tanuki -una especie de pequeño perro salvaje, con manchas alrededor de los ojos como las de los mapaches- pasó por allí y se comió la comida que habían dejado fuera para la liebre. Enfurecido, el anciano agarró al tanuki, lo colgó de un árbol y salió para cortar leña, prometiéndose tener tanuki asado para comer. Este tanuki, sin embargo, era un Artero, y no estaba dispuesto a dejarse capturar. Espiando a la anciana, el peludo cautivo pidió su libertad, y la bondadosa anciana le liberó. Tan pronto como estuvo libre, el tanuki escapó gritando que se vengaría.
Esta amenaza alarmó tanto a la liebre, que fue en busca de su amo; un esfuerzo infructuoso, como se verá más tarde. El tanuki, viendo su oportunidad, se arrastró de nuevo hasta la casa y mató a la mujer, luego adoptó su forma y cocinó el cadáver en una sabrosa comida. Cuando el anciano regresó, hambriento después de cortar leña, cogió muy contento un bol lleno del estofado que le ofrecía la figura que creía era su esposa. Pero cuando terminó de comer, y dijo cuánto le había gustado, el tanuki recuperó su antigua forma y se burló del hombre: "¡Miserable desgraciado, te has comido a tu propia esposa: mira, aquí están sus viejos huesos!". Riéndose de forma malvada, el tanuki escapó.
Justo en ese momento, la liebre llegó a casa y, conociendo la causa de la pena de su amo, juró vengar el asesinato de la anciana. Buscó por los bosques hasta que encontró al tanuki esforzándose para llevar una pesada carga de leña en su espalda. Rápidamente, la liebre prendió fuego a la leña; el tanuki luchando bajo su carga, oyó el crujir de las llamas y le preguntó a la liebre qué clase de ruido era ese. "Son las Montañas Crujientes", replicó la liebre, “ese sonido se oye a menudo por estos alrededores". Para entonces, las llamas lamían ya el lomo del tanuki, que corrió gimiendo hacia el río para apagarlas.
La liebre le siguió, fingiendo simpatía y ofreciéndole un emplasto que, según dijo, aliviaría las quemaduras del tanuki. Pero el emplasto estaba compuesto de pimienta roja picante, y cuando el tanuki aullaba en su redoblado dolor, la liebre desapareció en los bosques.
Una vez recobrado, el tanuki se dispuso a castigar a la liebre y la encontró junto al agua, construyendo una barca de madera. La liebre dijo que iba a ir en su barca hasta la luna, e invitó al tanuki a acompañarla: este aceptó pero, desconfiando de la liebre, construyó su propio barco de barro. Botaron los barcos y, por supuesto, el de barro comenzó a deshacerse. Cuando el agua rodeaba al frenético tanuki, la liebre le golpeó fuertemente con un remo. El tanuki se ahogó, y de este modo la liebre le hizo pagar la muerte de la anciana.